Fernando Sanz.
« Me ha pedido Iván que escriba algo que acompañe a mi imagen, a mi retrato. Otra cosa es que me vea extraño. Pero así es el arte.
He pensado en contar un poco de qué estuvimos hablando mientras el artista se lo curraba. También he pensado en explicar qué me ha llevado a hablar con él y fijar una cita para retratarme. Y, simplemente, también pensé en intentar dibujar mi vida y mi yo en unas cuantas frases. Así que, al final, he decidido intentar las tres cosas a la vez, ya que en definitiva no son demasiado distantes.
Hace unas semanas fui con mi familia a la Feria del Libro. Recordé entonces que Iván tenía un libro publicado y decidí acercarme a ver si por casualidad estaba por allí y le podía saludar. No todo el mundo tiene a un viejo conocido sentado en una caseta firmando libros. Él no estaba pero su libro sí. Y como mi hija, Julia, tiene cuatro años y medio decidí regalarle el cuento. «Mola tener 5 años» He de decir que no lo ha apreciado demasiado. “Pero no tiene princesas”, exclamó desconcertada e indignada después de ojearlo aceleradamente. Como ya le expliqué a Iván, tengo ganas de que estudie a Maria Antonieta en el colegio, pero hasta entonces habrá que esperar a que se desarrolle poco a poco. Sin embargo, pensando en el mañana, cuando tenga 5 años, ó 6, ó 7, llamé al autor para quedar con él y obligarle así a que le dedicara el cuento. De paso, me haría el retrato. Me atrajo la idea de pasar por capilla cuando vi que ya no se trataba sólo de retratos de hombres y mujeres parados. Me encantó cuando pasó a reflejar también la lucha por la sanidad pública poniéndoles cara, cuerpo, nombres y deseos. Y cuando abrió aún más los colectivos a quienes dedicaba su atención se me pasó por la cabeza la idea de entrar a formar parte de ese abanico de personas. Supongo que una pizca de ego y otra de curiosidad se asociaron a la hora de decidirme a dar el salto.
Una vez concertada la cita, fue sencillo. Un par de frases de cortesía, un par de vaguedades y comentarios de actualidad y, ¡zás!, de repente estás contándole tu vida y milagros. Ya me avisó de que en realidad su trabajo tiene visos de curso de psicología aplicada. Sin darnos cuenta empezamos a hablar de mi historia. Soy funcionario porque quería ser escritor. ¿Ser escritor y funcionario? Sí, o cómo tejer una buena red que facilite dar un triple salto mortal con tu vida. Me explicaré: la administración pública es casi el único sitio en el que los trabajadores tienen derecho a disfrutar una excedencia sin salario. Y más en estos momentos. Si te sale mal la jugada se regresa a la rutina laboral y, allá paz y a Dios gloria. Con esa idea afronté las oposiciones y con esa idea tomé posesión en Baleares. Bueno, con esa idea y con la idea de que allí nadie iba a vivir de mi trabajo en forma de apropiación de plusvalías y si las había serían para beneficio colectivo. Servicio público Después, una vez realizada la jornada laboral, me compré un cuaderno con tapas gruesas, me senté en un mesa con un bolígrafo rotulador azul, y me eché a dormir una siesta literaria que duró diez años.
Cuando desperté, ya en Madrid, me apunté a un taller literario en el que la persona que lo dirigía me dijo al poco de entrar que “cuando uno se cree y se ve como escritor ya es, en parte, un escritor”. Salí corriendo de allí. Busqué otro sitio en el que formarme y desarrollar mi creatividad. Esta vez sí encontré algo merecedor del calificativo de taller. Allí aprendí básicamente que a escribir se puede aprender. Que, como todo arte, tiene su aprendizaje y sí, alguien puede dirigir, sacar, reforzar y criticar tus habilidades. Lo que no se puede criticar artísticamente es el contenido. Porque, y esto es importante, todo el mundo puede escribir, todo el mundo tiene algo que contar, pero que no todo el mundo lo cuenta igual. Luego, si se tienen los conocimientos, es cuestión de elegir la forma que mejor le convenga al relato. Así, después de hacer aquel curso, me senté en el camino y, por un divorcio, una recomposición personal y un casi renacer, estuve cinco años mirando la autopista desde el puente. De vez en cuando tiré algún escupitajo a los coches que pasaban. Pero, en definitiva, a nadie molesté. Algunas personas se pararon y se sentaron un rato a mi lado. Después se levantaron y se alejaron lentamente sin volver la cabeza. Otras simplemente me miraron un momento, se encogieron de hombros y siguieron su camino. Hubo quienes, con gran alegría, me reconocieron de tiempos pasados y en un abrazo prometimos que no nos olvidaríamos jamás. Pero una se detuvo, me miró y se sentó.
Entonces recordé porqué era funcionario. Pedí una excedencia de tres meses y me senté con aquel cuaderno en blanco. Y escribí, escribí y escribí. Con rabia, furor y emoción. Y al final, en ese breve plazo, terminé mi novela. «Las calles del perro cojo». La presenté al concurso “Premio Manzanares de novela” apenas una semana después de dar por zanjada la historieta. En el fallo del premio la incluyeron entre una de las 7 novelas finalistas de las 186 presentadas. Pero pronto me di cuenta de que había problemas. Cierto es que mi madre decía que era una obra de arte. Pero los amigos y algún primo que lo intentó no pudieron con ella. Casi todos callaron por un erróneo sentido del pudor, supongo. Sólo mi primo Ricardo y mi gran amigo Nacho me lo dijeron a las claras: “chaval, es infumable”. Y sin embargo tenía el aval de haber llegado a una final de un premio literario. Gracias a alguna entrevista radiofónica en la que escuché a importantes autores contar cómo hacían su trabajo comprendí que debía reescribirla y quitar, quitar, quitar… faltaba pasar el cepillo del carpintero y la lija del siete. Total, le rebajé cincuenta páginas y reescribí capítulos enteros. Así, varios años después de terminada, le di el carpetazo final. La mandé a una agencia literaria hispano italiana en Milán, Agencia Literaria Silvia Meucci, y lo aceptaron. Y allí está, en el limbo de las infinitas novelas pendientes de publicación, a la espera de nacer, si es que lo consigue. En cualquier caso, mientras tanto, aquella mujer que me miró y se sentó junto a mí en el puente de la autopista, se acomodó a mi lado. Y aún está aquí. Poco después fuimos tres.»
Un abrazo