El señor patatero.
Con su tienda de patatas fritas en el bajo de un edificio gótico en el centro de Madrid. El escaparate llama la atención, una montaña de patatas fritas, en realidad toda la tienda rebosa patatas fritas, bien aceitosas que emiten brillos y de lejos parecen monedas de oro puro. Las tres hijas del patatero se instalaron en el primer piso y a la muerte de éste recibieron su herencia en patatas fritas. El señor patatero no llegó a conocer a sus seis nietos, que vivieron holgadamente con su inmensa fortuna de patatas fritas. La cosa se empezó a poner complicada con los doce bisnietos, escaseaba el espacio en la tercera planta y la montaña de las patatas fritas ya no tenía la majestuosidad de décadas pasadas.
En la actualidad, veinticuatro tataranietos y cuarenta y ocho ta-ta-ta-ranietos no tienen sitio en la cuarta y quinta plantas y a penas unas pocas migajas de lo que fue un paraíso de patatas fritas color oro. Y viendo la estructura del edificio y el reparto de las patatas, empiezan a pensar que algo no se ha hecho nada bien.