Anoche fue increíble.
Llegamos a una fiesta multitudinaria, no te imaginas la de gente que había, el buen ambiente, la de camareros yendo y viniendo con copas de vino, tinto y blanco, jamón, chorizo, salchichón y canapés variados. Y una orquesta amenizando, y todo muy bien, o al menos eso parecía. Porque según transcurría la noche empecé a darme cuenta de que la gente, muy educadamente, con sus copas de vino, sus canapés y sus animadas conversaciones tomaba posiciones de un modo muy elegante en torno a la colina verde situada en medio del patio de hormigón, y no sé muy bien por qué pero empezaba a notar cierta tensión, algún empujón, pisotones, y la cordialidad que había vivido hasta ese momento empezó a disolverse en medio de la oscuridad hasta que tras un segundo de pánico dio paso a una avalancha humana que invadió la colina verde tratando de hacerse con un espacio en ella, por mínimo que fuera. Y no había espacio para todos. La colina verde, convertida en bote salvavidas, el último refugio de un mundo que se hundía con los músicos y camareros que hasta el último momento, cumplieron con su deber.